Hay muchas formas de perder y muchas de ellas pasan desapercibidas, aunque duelan. Al elaborar estas pérdidas, no solo aliviamos el dolor, también maduramos, ganamos perspectiva y crecemos internamente.
Cuando pensamos en el duelo solemos pensar en la muerte de una persona querida y en ocasiones en una ruptura de pareja, pero ¿y si el dolor viene de otra pérdida menos visible? Salud, juventud, trabajo, relaciones, migraciones…
En esta entrada quiero hablarte de tres tipos de pérdidas (más adelante seguiré con otros) que también merecen su espacio. Si te reconoces en alguno quizás puedas entender un poco más tu malestar y puedas empezar a transitar, con claridad y amabilidad, lo que te sucede.
El duelo es lo que nos pasa por dentro cuando perdemos algo importante. Es un proceso natural, presente en todas las culturas y en muchos animales. Nuestras emociones se desordenan, nuestra mente se remueve, y necesitamos un tiempo para digerir lo ocurrido.
En esta entrada me voy a centrar en tres tipos de pérdida como muestra de duelos que pasan bastante inadvertidos.
Este duelo me enternece especialmente, por lo que fue y lo que no pudo ser.
Con el paso del tiempo, perdemos muchas de las cosas que definieron esa etapa: la inocencia, la sensación de seguridad, los mimos, la atención constante, la despreocupación. Dejamos de ser el centro del mundo para convertirnos en adultos funcionales y a menudo cargados de obligaciones en una sociedad complicada.
A veces lo añorado no es la infancia en sí. Para muchas personas, crecer significó superar una etapa difícil, marcada por el abuso, la inseguridad, la soledad o la falta de atención. Incluso en estos casos, puede surgir un duelo: por la versión idealizada de la infancia que no se tuvo, por el deseo de haber sido cuidados de otra manera, de haber podido jugar o sentirse a salvo.
Necesitamos un gesto, un símbolo, algo que nos ayude a soltar
En muchas culturas, los cambios de etapa vital se acompañan de rituales que dan sentido al paso del tiempo y ayudan a elaborar lo que se deja y lo que permanece. El Bar Mitzvá en la tradición judía, las ceremonias de mayoría de edad en algunas culturas indígenas, los rituales de paso en África o incluso las celebraciones de los 15 años en América Latina marcan simbólicamente el fin de la infancia y el inicio de una nueva etapa. Estos ritos no solo celebran lo nuevo, también facilitan la despedida, soltar la niñez.
Sin embargo, en la sociedad occidental moderna hemos perdido en gran parte este tipo de rituales. Pasamos de una etapa a otra sin detenernos, sin un espacio para integrar lo vivido ni para despedirnos de lo que ya no está. Este vacío simbólico puede dejarnos desorientados, como si estuviéramos “creciendo por obligación” pero sin comprender del todo lo que implica ese cambio.
Cuando se acompaña bien y se dan esos espacios —desde la naturalización del dolor o la confusión, sin tabúes ni prisas por “tener que estar bien”— los niños desarrollan una inteligencia emocional más resiliente que les ayuda a empezar con mejor pie la adolescencia.
Te dejo unas preguntas útiles. ¿Y tú?
Perder la salud no siempre significa una enfermedad grave, aunque por supuesto también lo sea. A veces se trata de una lesión que cambia nuestra rutina, una dolencia crónica que nos limita, una operación que requiere una recuperación larga… O el simple paso del tiempo, que va dejando por el camino pequeñas pérdidas: agilidad, fuerza, vista, audición.
El diagnóstico de una enfermedad, incluso aunque sea tratable, siempre se vive como una pérdida. En ese momento, algo se rompe: la idea de invulnerabilidad, de control, de continuidad. Aparece el miedo, la incertidumbre, la dependencia de otros. A veces incluso una sensación de traición del propio cuerpo. De rechazo a esta versión de ti.
El cuerpo ya no responde como antes, y con él cambia la manera en que nos movemos, trabajamos, nos relacionamos, disfrutamos… Esto puede generar miedo, tristeza, rabia o una sensación de injusticia difícil de expresar.
El duelo por la pérdida de la salud es muy fácilmente silenciado. La sociedad tiende a animar, a tratar de buscar el lado positivo demasiado rápido. Nos falta tiempo y espacios para poder expresar lo que nos pasa; que haya una persona al otro lado que simplemente nos escuche. Sin minimizar ni tratar de arreglar nada.
¿Y tú?
Migrar no es solo cambiar de país, también es dejar atrás una lengua que sonaba familiar, unas calles conocidas, una rutina que te daba seguridad. Se deja una parte importante de la propia identidad.
Cuando se hace desde la elección, puede traer un primer alivio. Como al terminar una relación que ya no nos hacía bien, puede sentirse como un respiro. Es el comienzo de algo nuevo, cargado de posibilidad. Por eso el malestar, cuando aparece, confunde y golpea. Parece contradecir la elección consciente que hicimos, cuestionando lo que pensábamos cerrado y enfrentándonos con lo que aún no hemos digerido. En ocasiones no atribuyes ese dolor a nada en concreto y estás enfadada/o con la gente, con el lugar o triste o inseguro/a y no sabes por qué.
Si te vas sin querer, el duelo empieza incluso antes de partir. No es una decisión, es una necesidad. Dejas tu tierra, tu gente, tus costumbres, sin tiempo para despedirte como mereces. Todo lo que era cotidiano se vuelve recuerdo de golpe. Te duele el cuerpo, te pesa el alma. Es desgarrador.
Por eso quizás es tan reconfortante cuando alguien te da pie a hablar del olor de tu casa, del guiso de tu abuela, de la vecina del quinto. Cuando alguien entiende que estés un poco triste el día de las fiestas de tu pueblo o en un cumpleaños, nacimiento o funeral en el que no estás presente.
Integrar el duelo migratorio no significa dejar de echar de menos, sino aprender a convivir con el vacío o el pellizco que a veces despiertan los recuerdos. Es llevar dentro lo que se ha perdido sin que pese demasiado.
Con el tiempo, muchas personas aprenden a construir nuevos vínculos, raíces nuevas —no siempre tan profundas como las que dejaron atrás, pero sí lo bastante firmes para sostenerse. A menudo, esto implica dejar de buscar una pertenencia total y aceptar que uno puede sentirse “de aquí y de allá” o a veces de ningún sitio. Yo por ejemplo me siento madrileña después de casi 15 años en Ibiza y me hizo bien darme cuenta, me gusta así. Conozco gente que no se siente ni del país en que nació y también les va bien. Lo importante es procesar el cambio.
¿Y a ti?
…
Lo voy a dejar aquí para no saturar con más información. Seguiré más adelante con la pérdida de estatus, pérdidas de relaciones o las pérdidas que suponen un cambio de etapa o el fin de un proyecto.
De momento el mensaje que te quiero dar es el siguiente: No necesitas que el mundo se derrumbe para darte permiso a sentirte mal. Perder algo que fue importante para ti ya es razón suficiente para tomarte tu tiempo y cuidarte.
En mi consulta trabajo con personas que están atravesando estos procesos. Si algo de esto te resuena, puedes escribirme o quedarte por aquí, seguiré compartiendo recursos para acompañarte.
Gracias por leer.